De entrada Denis Villeneuve nos hace saber que vamos a tener que usar la paciencia. De entrada, Dune nos muestra cómo va a ser el tempo de todo el film, con la medida del ritmo señalada en cada escena. También nos dice, de entrada, que no es ninguna de las versiones anteriores, que esta vez sí.

Varias veces la novela de Frank Herbert intentó ser llevada a la pantalla con éxitos dispares. Malos. Esta vez, la apuesta es mayor y el primer resultado, excelente. Villeneuve es un director que sabe mucho de lo necesario para lograrlo.
Dune es un thriller político de ciencia ficción, que construye un universo de poder amplísimo, al estilo Star Wars. Se centra en la disputa en vez de en la acción. Se pueden hacer miles de paralelismos con la distribución geopolítica de nuestra civilización, se pueden ver los golpes de estado, los genocidios, las guerras: es decir, nos podemos ver ahí.

El toque épico y místico se sospecha desde el principio: Paul Atreides, interpretado por Timothée Chalamet -muy bien, por cierto- es entrenado por su madre, Rebecca Ferguson, en el arte de dominar “La Voz”. Así, algo se despega de la racionalidad -supuesta- de la (geo)política que intenta manejar su padre, Oscar Isaac.

El imperio le otorgó a la casa Atreides el control de Arrakis, el planeta que la civilización explota para extraer la materia prima más importante. La familia va a tomar el control del planeta, para encontrarse con la historia. Allí estallará todo: la belleza, la guerra, la emergencia de lo místico para operar en el entramado político del imperio, pero como resistencia. Y ahí nos quedamos todos, esperando la segunda parte.