Con todos los ingredientes de las road movies, The North Water es una serie que se sitúa en el norte de Europa a mediados del mil ochocientos. Y, si bien no hay caminos, hay viaje. Nada menos que una expedición ballenera al Ártico, que servirá de camino, en un barco lleno de dudas, delincuentes, oráculos, para que Patrick Sumner viaje y haga lo que se hace en las películas de viajes: cambiar.

Un para mí desconocido Jack O’Connell protagoniza esta serie que, como es en barco, va lenta y lentamente se construye, característica central de la solidez de la obra. Quizás porque de entrada sabemos, aunque también de a poco, que algo del orden del bien y el mal, pero interno, se juega en todo el relato. Es decir, la ética como reflexión sobre los actos construye los largos puentes entre conflictos. Violentos conflictos. Catastróficos.

Con el marco helado y desolador del frío, el hielo, la muerte, el último tiempo de los grandes barcos balleneros que quedarán despojados de su utilidad por un progreso que no para de matar como los tripulantes matan ballenas y focas. Así, un viaje planificadamente catastrófico se vuelve tres veces catastrófico. Y lo hace con la suavidad y solemnidad necesaria para que la violencia extrema parezca la cúspide del concepto. Y nada más.

En todo esto colabora genialmente Colin Farrell, el arponero Henry Drax, que con ese nombre ni presentación necesita. Y el maestro Stephen Graham, de quien bastan tres o cuatro pinceladas para marcarnos la cancha de lo real. Realismo extremo, violento y despacio. Evolución cuasi mística que no llega a ser más que una metáfora de lo real. En el frío Ártico. Una metáfora sobre una pregunta que insiste: ¿qué se hace con lo que sobra cuando quien sobra es uno?